miércoles, 22 de octubre de 2014

El circo

Las gradas estaban a rebosar de gente aplaudiendo y vitoreando. El viento no conseguía llevarse los gritos ni el olor a sudor que impregnaba las ropas del exaltado público; más aún en un día de mayo, en el que el sol calentaba sin piedad.

Las espadas se cruzaron una vez más, en un choque enmudecido por los gritos. El extranjero retrocedió, consciente de que su rival era más fuerte que él. La multitud podía oler la proximidad de la sangre como si fueran tiburones.

Una espada se alzó y golpeó de nuevo. El extranjero la desvió con su escudo oblongo; la espada, ya sin fuerza, chocó contra su guantelete de cuero, mientras el extranjero hundía la suya propia en el estómago de su rival.

Entonces, por sorpresa, una red cubrió su cabeza.

-¡No!-bramó, al tiempo que se giraba intentando deshacerse de ella.

Pero fue tarde. Una lanza se ensartó en su costado y cayó al suelo de rodillas. Un profundo dolor se extendía por todo su costado y notaba la sangre tibia resbalar hasta la arena.

El extranjero dirigió su mirada hacia las gradas. El césar alzó la mano mientras el público abucheaba… y, finalmente, bajó el pulgar.

Así era el circo romano. Un gladiador, otro, daba igual; los pobres eran los que perdían. Los ricos no corrían ningún riesgo, sentados en sus tribunas y decidiendo con un simple gesto sobre las vidas de otros.

-Oiga-dijo una voz, sacando al extranjero de su ensoñamiento-. Oiga. El juicio ha acabado, debe abandonar la sala. Hay más juicios hoy, ¿sabe?
-Sí… claro. Disculpe.

El extranjero abandonó la sala del juicio, con la cabeza gacha. 2000 años después, no habían cambiado demasiadas cosas.

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