miércoles, 28 de enero de 2015

Canto al capitán


El acero se comba y se quiebra con un chirrido que despertaría a un ejército de muertos de haberlos cerca; el mar ruge de alegría y se desparrama por el interior del barco.

En la cubierta, el viento arrecia constante, como satisfecho de que el barco se empiece a bambolear, aunque no sea gracias a él. Su ulular resuena en los oídos de los marineros, algunos de los cuales creen distinguir en él el canto de bellas sirenas ansiosas por recibirles.

El pánico se desata entre los pasajeros. Los gritos y llantos se mezclan entre ellos conforme la gente corre sin rumbo, ignorantes de cuál es el destino que quieren y cuál es el que van a tener. Algunas pocas voces se alzan entre la multitud, faros señalando el camino correcto.

El barco comienza a inclinarse, los cuerpos de los primeros pasajeros pisoteados se deslizan inertes por los pasillos, rumbo a su tumba acuática. Entre los marineros, aún entrenados para tal desdicha, también cunde el pánico.

No obstante, el capitán permanece impasible en la proa. Sus ancianos ojos escrutan el mar, como intentando admirar la belleza de la tormenta para que sea ésa la imagen que quede grabada en sus retinas al morir. El capitán no abandona el barco, nunca.

Los pasajeros y algunos marineros comienzan a irse mientras las olas devoran todo a su paso, pero el capitán se queda. ¿Qué es este orgullo? ¿Qué es esta nobleza? El mismo capitán ha transportado docenas de veces tropas a otros países, que han dejado un reguero de muertes, sangre y dolor. El mismo capitán ha golpeado en más de una ocasión a su esposa y ha sentido las lágrimas cálidas sobre su puño. Pero el capitán nunca abandona el barco.

¿Qué es lo que le impulsa? ¿Es acaso el miedo al rídiculo? ¿O es algo mucho más profundo, un intenso sentimiento de lealtad hacia aquellos que navegan en su barco?


Las turbias olas se cierran sobre la tumba acuática de la nobleza y el sacrificio.

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