miércoles, 15 de abril de 2015

Historias de la Galaxia V: Romanticismo

Esta vez la ilustración corre a cargo de Miguel Montenegro.


El vasto espacio se expande a mi alrededor en todas las direcciones, como una risa cruel empeñada en recordarme la angustia de mi pequeñez y mi soledad, de tal modo que quede grabada a fuego en mi mente durante cada segundo del día, si es que los días y las noches tienen significado en esta triste nave.

Siento como si los meses se acumularan sobre mi espalda. Ninguna compañía tengo: nada, excepto la biblioteca que pude copiar de mi planeta natal antes de exiliarme, y los recuerdos, malditos recuerdos.

En el frío aséptico de esta nave, repaso mi vida una y otra vez.

Mi infancia transcurrió tranquila en Pedra IV, dentro del Imperio Tierra. Por aquel entonces ya estábamos en guerra, la guerra se ha prolongado durante tantos miles de años… Cientos de miles de años de muertes, ¿para qué? ¿Acaso tiene alguna finalidad? Mejor sería dejar a las especies inferiores en paz y no sacrificar vidas humanas para traerles un progreso que no desean.

Pero, en definitiva, la guerra aún no había llegado a los paisajes que yo conocía. Incluso en esta infinita soledad, sería tedioso exponer para mí mismo los movimientos bélicos de aquellos años, que se han ido difuminando en mi memoria. Acaso merece la pena repasar por encima la tensión que tuvo lugar cuando uno de los planetas de la Unión desarrolló un arma capaz de destruir planetas enteros, mas después de conseguirlo en tres ocasiones, las tropas del Imperio consiguieron inutilizar dicho arma.

En fin, poco sentido tiene recordar los años de mi infancia; a pesar de estar repletos de esa felicidad, tranquilidad e inocencia que casi toda infancia tiene, no me resulta especialmente agradable rememorarlos; ignoro el porqué. Tal vez se deba a que yo era un chico tímido y retraido, y de algún modo me sentía vacío sin saber exactamente qué era lo que me faltaba.

Creo que puedo atisbar que todo empezó a tener sentido cuando conocí a Magna: sus finos cabellos cayendo en cascada sobre sus delgados hombros, la piel blanca como porcelana, el rostro esculpido con tanto acierto que cualquiera diría que las mismas Diosas se detuvieron a cincelar sus labios y pintar el verde de sus ojos…

Recuerdo nuestros años felices, uno tras otro. Nuestras vacaciones en los lagos volcánicos de Pedra II, las noches viendo el crepúsculo de los tres soles en la Peña del Ocaso… Las décadas fueron pasando radiantes. Poco después de nuestro 40 aniversario se nos informó de que la esperanza de vida se vería reducida por la acción de la guerra, que imposibilitaba el uso de la cirugía para alargarla. Pero, ¿qué importaban unos pocos siglos menos de vida? Seguíamos siendo felices. Veíamos pasar las parejas a nuestro lado, la mayoría de ellas sin durar mucho más de una década, mas nosotros seguíamos unidos por lazos que partían de lo más profundo de nuestras almas.

Y entonces, llegó la guerra, y con ella, el éxodo. Mi amada Magna fue de los primeros en escapar, mientras que yo, como bibliotecario del Consejo, tuve que quedarme a recopilar la información y proceder al traslado. Se nos prometió que volveríamos a reunirnos con el resto de refugiados, y, como Orfeo que no se gira para contemplar a Eurídice, acepté.

Mas los años fueron pasando y la guerra se recrudeció en este sector de la Galaxia, de modo que difícilmente pudimos seguir el plan establecido. Para nuestra sorpresa, algunos ejércitos de los salvajes planetas libres, tal y como insisten en llamarse, decidieron perseguirnos para robar la información de la biblioteca.

Uno a uno, sin percibir siquiera el menor atisbo de piedad por parte de nuestros cazadores, fuimos cayendo.

Y ahora estoy solo, perdido en la inmensidad del vacío y dejando que una computadora calcule por mí un rumbo para reencontrarme con mi amada, cuyo recuerdo es lo único que me mantiene vivo, sin atravesar las zonas hostiles en las que las vidas son segadas con tanta facilidad como un robot resuelve una ecuación.

Ah, cuánto dolor, cuánto sufrimiento, ¿para qué? ¿Por qué esta necesidad de aniquilarnos unos a otros?

Un repentino pitido me saca de mis ensoñaciones, arrojándome de vuelta al duro mundo real. Se acerca una nave, y el monitor me pide instrucciones. Compruebo rápidamente que dicha nave no tiene sistemas de ataque, así que rechazo activar el escudo de la mía. ¿Puede ser algún aliado? Serían excelentes noticias. De pronto, la esperanza se reaviva en mi corazón, como un fuego que nunca se había apagado del todo, sino que había estado oculto bajo las brumas de éste, mi infeliz destino.

La nave se va acercando conforme los latidos de mi corazón se aceleran cada vez más en el interior de mi pecho. Finalmente, se coloca junto a la mía y se tiende un puente. Antes de abrir la compuerta, puedo distinguir la silueta del único ocupante de la nave, y mi corazón a punto está de reventar la caja torácica.

¡Oh, Magna, Magna…! ¿Cómo has llegado hasta aquí? Mi dulce Magna, apareciendo ante mí como un ángel; casi puedo discernir los coros celestiales resonando a mi alrededor.

En la ausencia de gravedad del espacio, nuestros pies no tocan el suelo; nos fundimos en un abrazo y el otro es en todo cuanto nos apoyamos, nada más que el otro rodeándonos y convirtiéndonos en uno solo.

Omnibulado como estoy por las dulces mieles del amor, apenas siento la aguja hipodérmica surgir del brazo de Magna y hundirse en mi cuello. Comprendo demasiado tarde que es un androide, un vulgar androide enviado para superar las defensas de mi nave y poder obtener así la información de la biblioteca.


¿Acaso no tiene limites la crueldad de la Unión? Si en lugar de una aguja hubiesen escogido un método sólo unos segundos más rápido, tan sólo unos segundos… entonces, hubiese muerto feliz.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Blog Widget by LinkWithin