miércoles, 9 de marzo de 2016

La Cosa Kostra: Capítulo VII

Podéis ver los capítulos anteriores aquí: http://kallixti.blogspot.com.es/search/label/La%20Cosa%20Kostra


Un ventilador giraba en la lonja de Erandio, intentando hacer soportable el calor de julio.

Dentro había un grupo algo más extenso de lo habitual, conversando sobre la invitación que había recibido Hernández a una tertulia televisiva, dentro de unos días. Se encontraban el propio Hernández, su escolta Sergio Martín, Josu, Celaya y cuatro de sus soldados: Mikel Amorrortu, Luis Andikoetxea, Kike y Koldo.

—Tampoco espero que el debate vaya a girar en torno a la Cosa Kostra, ni nos conviene—comentaba Hernández—. Yo voy con la postura de siempre, Cambio no tiene nada que ver con la Cosa Kostra, y no tienen pruebas. También se la ha relacionado con Bildu o con Podemos, y ya veis.

En aquel momento, alguien llamó a la puerta, interrumpiéndole.

—Adelante.

Paco, un hombre gitano de unos 40 años, de mirada inteligente y pelo largo, entró en la lonja.

—Buenas tardes, chavales. Vengo a por lo mío.

Hernández asintió en silencio y sacó un fajo de billetes de su bolsillo, contó unos pocos y se los dio a Paco.

—Habéis hecho buen trabajo. Dime.
—Los payos esos también tienen una lonja. Esta es la dirección—el gitano tendió un papel al líder de la Cosa Kostra—. Estamos seguros de que son ellos, porque vieron a uno con muletas, por el navajazo que le habíamos dado. Mal cáncer les entre, que le pusieron guapo al Charlie.
—Perfecto. Gracias, Paco. No creo que haya más movidas por aquí en un tiempo, pero echad un ojo por si acaso.
—Sin pegas, hombre. Ah, ¿no tendréis un piti, pa’ hacerme un porrillo?

Hernández le tendió un cigarrillo. El hombre lo aceptó, hizo un leve gesto de despedida y se fue.

—Bueno, pues vamos a por ellos. Vamos a por los coches y nos juntamos aquí.

Los 8 miembros de la Cosa Kostra salieron de la lonja, cerraron la persiana y fueron encaminándose hacia los coches en un aparcamiento cercano. Se dividieron en tres grupos, por los tres coches con los que contaban.

Martín, que conducía el coche en el que iba Hernández de copiloto, señaló otro coche aparcado junto a ellos, con gente dentro.

—Secretas—comentó.
—Sí. Ahora les comentaré a éstos por WhatsApp, que se muevan cuando vayamos a coger la salida a la autopista.

Martín asintió en silencio y arrancó el coche, que empezó a moverse con los otros dos preparándose para ponerse detrás. El coche de la policía secreta también arrancó el motor. Hernández les sonrió al tiempo que hacía una peineta por la ventanilla bajada; ellos no contestaron, se limitaron a observarle a través de sus gafas de sol.

Los cuatro coches partieron en fila, recorriendo Erandio durante unos minutos.

Finalmente, el primer coche frenó, haciendo que tuvieran que frenar todos los demás. Los pasajeros del tercer coche, conducido por el soldado de Celaya Koldo, se bajaron rápidamente y entraron en el primer y segundo coche, todo en apenas unos segundos. Tras esto, los dos primeros coches reanudaron su marcha, mientras Koldo se quedaba sentado bloqueando el paso de la policía secreta.

—¡Lo siento!—gritó por la ventanilla entre risas—¡Se me ha calado el motor, señores agentes! ¡No puedo moverme!

Los dos coches, ya libres de sus perseguidores aunque reducidos a 7 miembros, tardaron unos minutos más en llegar al barrio de Deusto, ya en Bilbao.

—Id cogiendo las armas.

Un puño americano, un bate de béisbol, una cadena… las armas blancas fueron saliendo del maletero y pasando a manos de los pasajeros.

Finalmente, los coches aparcaron en la ribera de la ría, frente a una lonja con la persiana levantada.

Celaya fue el primero en entrar, atravesando la pesada cortina que evitaba que se viera el interior. Dentro había una TV, un equipo de música, un pequeño mueble-bar, una bandera nazi y otra española con el águila de San Juan y, por supuesto, cinco hombres jóvenes de cabezas rapadas acomodados en sofás, que quedaron perplejos ante la entrada del intruso.

El capo evaluó rápidamente la situación. Cinco hombres, probablemente los cuatro que habían pintado la lonja y otro. Un par de muletas descansaban apoyadas contra un sofá. Todo en orden.

Celaya atacó primero al que más lejos de la puerta estaba, para dejar espacio libre y que entraran los demás miembros de la Cosa Kostra. El bate de béisbol cayó con fuerza sobre los brazos del nazi, alzados para protegerle.

Los demás fueron entrando. Los sofás más cercanos no tardaron en ser apartados a patadas. El nazi herido por los gitanos agarró una de sus muletas y consiguió golpear a Amorrortu, también en el brazo, pero Josu intervino con un fuerte empujón que estampó al nazi contra el mueble-bar, en una lluvia de cristales y alcohol.

Los puñetazos y las patadas se fueron sucediendo. Celaya y Martín pronto tomaron una ventaja clara sobre los demás; ambos eran contrincantes muy peligrosos en una pelea. Martín, de hecho, tal vez con un exceso de confianza, peleaba con las manos desnudas. O, al menos, con las manos desnudas excepto por sus anillos, que ciertamente abrían una herida cada vez que golpeaba.

Los nazis fueron cayendo muy rápido, en gran medida gracias a su desventaja numérica. Hernández derribó al penúltimo, que se encontraba incorporándose en el suelo tras haber caído, de una certera patada en la cara.

El que quedaba, sintiéndose acorralado, sacó una navaja. Apenas dudó un segundo antes de lanzarse contra Luis, haciéndole un profundo corte en el brazo que también le alcanzó, con menos profundidad, en el pecho.

Un segundo después, Kike, con el puño envuelto en una cadena, propinó al nazi el puñetazo más terrible que habían visto muchos de los presentes; al menos cuatro dientes salieron volando en ese mismo momento.

—Bien—dijo Hernández—. Registradles las carteras y coged todo el dinero que encontréis. Quedaos los DNIs para que tengan bien claro que sabemos dónde viven y que no les vamos a pasar otra. Móviles también. Ah, y quitadle la camiseta a alguno para que Luis se pueda vendar el brazo.
—Tienen buen equipo de música—comentó Josu mientras se ponía manos a la obra—. ¿No nos lo llevamos también?
—Sí, por qué no—asintió su líder—. Y ya puestos, quememos esas banderas.

Mientras, Celaya se acercó a Luis, que apretaba su brazo con la mano, intentando no fijarse en la sangre que manaba de la herida.

—¿Qué cojones haces? ¡Estás atontado!
—Me ha pillado bien…
—¿Que te ha pillado bien? Si te has quedado ahí quieto mirando cómo se acercaba a apuñalarte. Te estás quedando atontado con la droga, joder, espabila un poco. Que yo también me meto una raya de vez en cuando, pero hay que saber controlar.

La operación duró unos minutos. Dos de los nazis salieron arrastrándose de la lonja para evitar el humo de la pequeña hoguera que se había formado con las banderas; otros dos consiguieron ponerse de pie y sacar a su compañero, totalmente inconsciente.

El exterior estaba despejado; en aquella zona sólo había fábricas, muchas de ellas abandonadas, y unas pocas lonjas, la mayoría usadas como garajes. Con suerte, nadie habría oído ni siquiera los ruidos de la pelea.

Los miembros de la Cosa Kostra montaron de nuevo en los coches y marcharon, satisfechos. Un problema menos.


Hernández contaba billetes en la trastienda de la sede de Cambio, empezando a hacer los cálculos para los sueldos que tendría que pagar en agosto. Obviamente, siempre había que guardar cierto colchón, por si era necesario pagar abogados o cualquier otro gasto. En aquel momento, alguien llamó a la puerta, distrayéndole de su labor.

—Adelante—dijo.

Tres jóvenes entraron en la trastienda. Hernández reconoció a Gorka, el Tiros y Alazne, tres soldados bajo el mando de Inés Chapa.

Alazne, una joven punk de poco más de 20 años, tomó la iniciativa, colocando una pesada bolsa sobre la mesa.

—Hemos reventado una cabina de teléfonos. Inés nos ha dicho que te demos el dinero a ti. Habrá unos 50 euros en monedas.
—Bien hecho—dijo Hernández, y separó tres de los billetes de 10 € que estaba contando—. Tomad, un pequeño extra.
—Gracias, jefe. Hasta otra.

Los tres jóvenes se despidieron y abandonaron la trastienda, cerrando la puerta tras de sí.

Hernández quedó solo, reflexionando. Cabinas de teléfonos. Sí, indudablemente las empresas telefónicas eran estafadores con total impunidad a cambio de, posteriormente, ofrecer un puesto de trabajo a los políticos que les habían ayudado; uno de esos puestos como consejero o algo por el estilo en los que se cobra por encima de 100.000 al año por no hacer nada. Pero, ¿de verdad ganaban mucho reventando una cabina?


Quizá era hora de dar un paso adelante, y de empezar a abarcar blancos más difíciles.

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