miércoles, 29 de junio de 2016

La Cosa Kostra: Capítulo XI

El sol iluminaba las calles del Casco Viejo de Bilbao. Era sábado de fiestas, y el calor hacía que el alcohol y la orina de la noche anterior desprendieran un aroma omnipresente. Ignorándolo, Hernández y Osegi caminaban por Iturribide, probablemente una de las calles que más había sufrido aún dentro del Casco Viejo. Unos pasos por detrás iba Martín, dispuesto a ejercer su labor de guardaespaldas si fuera necesario.

—Algunos estaban pensando en poner una txosna en fiestas de Bilbo—comentaba Osegi—. Si queremos hacer un negocio legal, estaría bien.
—Hmm, no sé. Me preocupa el reparto del dinero, ¿cómo lo hacemos sin que puedan rastrearnos?
—No sé, las demás txosnas no lo hacen mal.
—No es lo mismo. Hontzak o Herri Norte son asociaciones legales, no hay nada que rastrear ahí. Pero esto… igual lo de la txosna deberíamos pensarlo desde Cambio, no desde la Cosa Kostra.
—Bueno, sí, también. Mientras el dinero sirva para aumentar los negocios…
—Tú por eso no te preocupes—le tranquilizó Hernández—. En mayo del año que viene son las elecciones municipales. Todos los votos que consiga Cambio serán más dinero para nosotros, más dinero para la Cosa Kostra. No creo que consigamos muchos alcaldes, pero bueno, más que Vox seguro.
—Y más que UPyD—apuntó Osegi, animado—. La última vez en Cataluña hasta el Partido Pirata tuvo más votos que UPyD. Si ellos pueden, nosotros también.
—Sí. Aunque las elecciones catalanas no son en mayo.
—¿No?
—No, en Cataluña se hacen en otras fechas… no sé si en Andalucía o en Galicia también. Tengo que mirarlo, como me pillen en un debate sin saberlo la he jodido. Y ahí está Jacinto.

Jacinto era un joven de poco más de 20 años, muy delgado, de piel extremadamente pálida. Tenía el pelo algo largo, rapado por un lado, y vestía de riguroso negro, de pies a cabezas: unas botas New Rock, una falda de cuero, un jersey ancho que dejaba al descubierto uno de sus hombros y unas medias de rejilla. Sólo una riñonera marrón rompía el conjunto.

Hernández le saludó con dos besos en la mejilla.

—Buenos días. ¿Mucha resaca?
—Un clavo saca a otro clavo. Voy a vodka desde que me he levantado.
—Haces bien, hay que disfrutar de la juventud. Toma—Hernández le tendió una bolsa de tela, llena a rebosar de alucinógenos. Tan poco sutil que nadie se pararía a revisarla.
—Gracias… dame un segundo…

Jacintó sacó una cartera de la riñonera y contó unos cuantos billetes. Se los tendió a Hernández.

—Perfecto. Agur.
—Agur.

Hernández, Osegi y Martín reemprendieron el camino, esta vez rumbo al Gudari.

—¿Ése es Jacinto?—susurró Osegi—No me jodas.
—Aja. ¿Por?
—Joder, había oído hablar de él unas cuantas veces. Ya sabes, cosas de traficantes. No sé, la gente le tiene bastante respeto, pensaba que tendría… otras pintas. Que no es que me queje, ¿eh? Por mí que vista como le salga de la punta de la polla.
—Míralo así—contestó Hernández—. Si todos esos traficantes, yonkis y navajeros a los que has oído hablar de Jacinto le tienen tanto respeto, a pesar de que lleve medias de rejilla, es que ha sabido ganárselo aún en un entorno muy machista.

El capo asintió en silencio: la afirmación era indiscutible, desde luego. Entraron en el bar y saludaron a Mikel, que acababa de levantarse y estaba limpiando los vasos usados de la noche anterior.

—¿Qué, cómo va la cosa?—preguntó el camarero, una vez hechos los saludos pertinentes—Me ha dicho un pajarito que dentro de poco voy a tener más birras que servir.
—Es hora de una expansión, sí. Un nuevo capo, y cuatro nuevos soldados.
—¿Andáis faltos de mano de obra, o qué?
—No, es pura ambición. Controlar más cosas, dar más golpes. Joder un poco más al sistema. Aunque también nos va a venir bien ahora que empiezan las clases, claro.
—Bueno, os las arregláis bien durante el curso, también…
—Sí, sí. Pero con todo, hay demasiados miembros de la Cosa Kostra que son estudiantes—apuntó Hernández—. Siempre viene bien poder cubrir esos huecos durante las horas de clase.
—Mucha juventud, mucha juventud.
—Eso me dice siempre Juan—repuso el don, riendo.
—¿Tú que habías estudiado? Siempre se me olvida.
—Psicología. Y todavía no he tenido oportunidad de ejercer.
—Está jodido lo del trabajo, con esta crisis…
—Sí. En fin, siempre nos quedará la Cosa Kostra.


Hernández y los cuatro capos se encontraban en la lonja de Erandio. De izquierda a derecha, Asier Osegi, Iker Celaya, Juan Fernández e Inés Chapa se encontraban de pies. Frente a ellos estaban Josu Etxebarria y otros cuatro jóvenes tras él.

—Josu Etxebarria—anunció Hernández—, has cumplido tu deber fielmente, y has demostrado tu valía en numerosas ocasiones. Por decisión mía y de los cuatro capos aquí presentes, serás ascendido de soldado a capo de la familia de la Cosa Kostra de Bilbao. Mañana decidiremos a los soldados que tendrás bajo tu mando.

Josu agachó la cabeza ligeramente, en señal de agradecimiento. A continuación, estrechó la mano a Hernández, y después a los otros cuatro capos, que le felicitaron. Tras esto, se colocó junto a ellos, mirando ahora a los cuatro jóvenes, que pasaron a un primer plano.

—¿Juráis proteger a los débiles y eliminar las injusticias?—preguntó Hernández.
—Lo juro—respondieron los cuatro a la vez.
—¿Deseáis ingresar en la Cosa Kostra?

Los cuatro asintieron, de nuevo a la vez. El don caminó hacia ellos y les tendió una fotografía a cada uno: la archiconocida fotografía del Che Guevara tomada por Alberto Korda en 1960.

A continuación, cada uno de los cuatro capos que había aprobado el ingreso (quedaba fuera, por supuesto, Josu, que aún no era capo cuando se tomó la decisión) extrajo un cuchillo.

Los cuatro iniciados expusieron su mano izquierda, y los capos hicieron un corte superficial en la palma. Después, mientras los capos volvían a su posición junto a Hernández, los iniciados mancharon la fotografía del Che con su sangre. Finalmente, todos ellos sacaron un mechero y quemaron la fotografía manchada de sangre.

—Que mi carne arda como esta imagen si no respeto mi juramento—murmuraron, de nuevo en perfecta sincronía.
—Nos hemos reunido aquí para aceptar a cuatro nuevos miembros—enunció Hernández, en el ultimo paso de la ceremonia de iniciación—. Ahora estáis ingresando en la honorable sociedad de la Cosa Kostra, la cual acoge sólo a hombres y mujeres de valor y lealtad. Entráis vivos y salís muertos. La pistola y el puñal son los instrumentos mediante los que vivís y morís. La Cosa Kostra está antes que cualquier ideología, que cualquier religión. Cuando se te llame debes acudir, y hay una ley que debes obedecer sin titubear: nunca traicionarás los secretos de la Cosa Kostra. La violación de esta ley significa la muerte, sin juicio o advertencia. La sangre que habéis derramado simboliza vuestro renacimiento, el renacimiento en nuestra familia. A partir de ahora somos uno hasta la muerte. Ahora sois guerreros leales, i nostri amici, soldados de la familia.



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